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Contexto mexicano para su aplicación
Durante los últimos 60 años, el crecimiento mundial de la producción agrícola ha sido 1.6 veces superior a la producción total conseguida en 1950, lo que ha ocasionado un crecimiento acelerado en el uso de fertilizantes químicos para aumentar la producción y satisfacer las necesidades nutrimentales de las plantas.
De acuerdo con estimaciones de la FAO, en 2018, la demanda de fertilizantes alcanzó un volumen de 194,390,000 toneladas métricas (Tm) y para 2020 se espera una demanda de 201,663,000 Tm (Figura 1).
En este sentido, la misma FAO, señala a la agricultura como la principal fuente de contaminación del agua por nitratos, fosfatos y plaguicidas.
Por una parte, la contaminación por fertilizantes deriva de que pocas veces son utilizados en cantidades adecuadas, y a que gran fracción de lo que se aplica a una parcela termina arrastrado por el agua de lluvia.
Ante este panorama, los biofertilizantes proporcionan una alternativa interesante pues están elaborados a partir de microorganismos (bacterias u hongos) que ayudan o promueven de forma natural y mediante procesos biológicos a la absorción de los nutrientes por parte de la planta.
Su mecanismo de acción está relacionado con la capacidad del biofertilizante de modificar los procesos microbianos en el suelo y con ello aumentar la disponibilidad de los nutrientes.
En términos de productividad, diferentes estudios realizados en cereales alrededor del mundo con Azospirillum sp., demuestran un incremento en el rendimiento y en el crecimiento de la planta. En México, por ejemplo, se han realizado experimentos en el maíz obteniendo incrementos en su rendimiento de entre el 30 al 70%.